Redaccion | Enero 15, 2014
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Como era habitual en todos sus viajes a Europa, en cada ciudad que visitaba, aquel 26 de junio de 1978, Bob Marley organizó un partido de fútbol entre los periodistas que cubrían la gira y toda su comitiva.
Al parecer, uno de los críticos de la revista “Rock and Folk” le pisó el pie derecho sin querer durante una de las acciones y, el músico, cayó lesionado. Sentía un dolor inaguantable en el dedo gordo y, además, había perdido la uña.
En la clínica a la que fue trasladado, le fue detectado un tipo de melanoma maligno y le aconsejaron amputar el dedo de inmediato. Se negó rotundo. Los rastas, no se pueden desprender de una sola parte de su cuerpo. Fue, en ese instante, cuando Marley inició su triste viaje hacia la muerte.
Tres años después, el 5 de octubre de 1980, el cantante llegaba a Nueva York por primera vez en su vida, donde le esperaban un par de actuaciones en el Madison Square Garden. Lo acogía el lujo del hotel Essex House, al sur del Central Park.
Pero, la mañana del 8 de octubre, tras salir a hacer jogging, cayó desplomado al suelo. Al atenderlo, echaba una gran cantidad de espuma por la boca. En el Memorial Sloan-Kettering Center, donde fue ingresado, se horrorizaron al verlo. El cáncer, implacable, había llegado a invadir el estómago, los pulmones, el hígado y el cerebro.
Le dieron un mes de vida. Pero, ni eso, le detuvo en su carrera hasta “Jah”, el dios de los rastas. Tres días después, actuaría en el Teatro Stanley, de la ciudad de Pittsburgh, en la que sería su última actuación.
La gira fue cancelada y Bob consintió su regreso al Memorial Sloan-Kettering Centre, del mismo Manhattan. Marley, con inmenso miedo a morir, cedió a que le aplicasen tratamientos de radio por primera vez.
Poco tiempo después, agobiado por la prensa, Bob pidió que le trasladaran al Hospital Cedars of Lebanon, en Miami, en el que se sentía más a gusto. Pero, a consecuencia de la presión mediática, decidieron llevarlo en una nueva clínica en México, en Rosarito Beach, con el doctor “brujo” Rodrigo Rodríguez.
El mismo médico y la misma clínica en la que el actor Steve McQueen había estado recluido pocos meses antes para luchar con su cáncer, sin haberlo conseguido.
Probablemente, la única que se percataba de que Marley se moría era su propia esposa, Rita, que seguía en la banda de su marido como una de las “Threes” del coro. Rita avaló el bautismo de Marley en una Iglesia Ortodoxa Etíope de manera secreta. El 4 de noviembre de ese año, Bob pasó a llamarse Berhane Selassie, el mismo nombre que el Negus, el fascista dictador y emperador de Etiopía que, para los rastafaris, era considerado como la mismísima reencarnación de Jesucristo.
Hace casi un siglo, Marcus Garvey, un evangelista de aliento inflamado, paseaba por el Harlem de los años 20 profetizando la coronación de un rey negro en África, que redimiría y reuniría a las tribus extraviadas, haciéndolas retornar a casa. Está en la Biblia, en el capítulo 5 de las Revelaciones, entre el primer versículo y el décimo. Cuando Haile Selassie fue coronado emperador de Etiopía en 1930, los Rastas de Jamaica le reconocieron como “Ras Tafari”, el único Dios verdadero de la profecía, el rey de reyes o, simplemente, Jah. Paradójicamente, a Selassie nunca le gustó todo aquello y esquivaba toda relación con los mismos.
Un doctor jamaicano, Carl “Pee Wee” Fraser, le dio un consejo que Rita aceptó. Fraser le dijo que un viejo doctor comandante de las SS, llamado Josef Issels, obraba milagros en su clínica del cáncer, en Baviera, a las afueras de Munich. Marley pasó allí ocho meses. Y fue sometido a toda clase de torturas a manos del antiguo colega de Josef Mengele en Auschwitz.
Cambios de sangre, inyecciones de fórmulas secretas a través de largas agujas inyectadas en su estómago y en un su espina dorsal... ¡Auténticas torturas! Tanto, que su madre, Cedella Booker, se asustó al verle en la clínica. Se quedó petrificada y deprimida al ver a su hijo sin fuerza alguna, extremadamente delgado y sin pelo. No podía siquiera rasgar con sus dedos las cuerdas de su guitarra favorita.
En mayo de 1981, el insigne médico alemán le comunicó a su esposa que Marley se moría. Probablemente, en pocos días. Bob, tenía miedo a volar en aviones pequeños, por lo que su mentor y presidente de la compañía discográfica Island, Chris Blackwell, presionado por el entorno del cantante, pagó los 90.000 dólares que costó el 747 de Lufthansa que lo trasladaría a Jamaica.
Estaba tan mal, que debieron aterrizar en Miami e internarlo de nuevo en el Cedars of Lebanon. Llegaron el 10 de mayo. Apenas duró un día. Su madre, comprobó que su hijo no respiraba al tratar de suministrarle un calmante. Su esposa, Rita, llegaría media hora después de su muerte. El gran Bob Marley, la más grande estrella de la música del Tercer Mundo, había expirado aquel día 11 de mayo de 1981, a las once y media de la mañana.
Pero, incluso su muerte, fue un enorme problema que aún hoy no se ha solucionado. Bob se había negado repetidamente a escribir su testamento. Para los rastas, eso es prácticamente como firmar su muerte. Pero allí estaban su viuda, Rita, otras ocho mujeres, su madre Cedella y una prole de 12 hijos reconocidos y uno más, Makeda, que nacería tan sólo 19 días después, reclamando sus derechos patrimoniales.
Los rastas, nunca pierden la esperanza de regresar a su África soñada. Mientras tanto, se sienten exiliados en los confines de esta Babilonia que es nuestro mundo occidental. Profesan una conducta estrictamente fiel. No beben alcohol, no comen carne, viven en comunas y jamás mendigan o roban. Se fuman, eso sí, cerca de tres cuartos de kilo de droga a la semana. No dejan pasar más de un minuto sin liar un nuevo porro o “kaya”, de su hierba sacramental.
Bob Marley, era uno de ellos. Nunca tuvo relación con la familia “blanca” de su padre, el capitán de navío inglés Norval Sinclair Marley, que dejó embarazada a una guapa sirvienta de una población al norte de la isla, con tan sólo 16 años.
Era, esa misma clase dirigente de su padre, la que en Jamaica llamaba “raggamuffin music” (música de los desarrapados) a un estilo que en principio se denominaba “ska” o “blue beat”. “Reggae” es sólo una manera de pronunciar “ragga”, que es una manera perezosa de decir “raggamuffin” o, más bien, de no decirlo, convirtiéndolo así en algo más callejero y chabacano. Definitivamente, el “reggae” era la música de los rastafaris.
Así que a Bob le enterraron donde su madre quería, donde nació, en Nine Miles, al norte de la isla. Y allí, reposa aún su cuerpo, en un pequeño panteón, enterrado junto a su guitarra Les Paul dorada, un balón de fútbol, unos brotes de cannabis, un anillo que le había regalado el hijo de Selassie y una Biblia.
Rita confesó que había guardado unos cuantos “dreads” del cantante y que los había esparcido en Etiopía, a donde ella cree que a Bob le hubiera gustado volver. En una ocasión quiso exhumar su cadáver y enterrarlo en Shashemene, a unos 200 kilómetros de Addis Abeba, donde todavía viven muchos rastas que pudieron al fin “abandonar” esta Babilona. El gobierno de Jamaica lo prohibió, al mismo tiempo que este epitafio: “Mi música lucha contra este sistema de locos gobernantes que sólo enseña a vivir y morir”.
Las últimas palabras de una persona, a veces son tan simples, que no logramos entenderlas. Las últimas, del moribundo Bob Marley, iban en varias direcciones: consuelo, perdón, refugio, eternidad: “Todo irá bien. Quiero preparar un lugar...”