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NOTICIAS | ARQUEOLOGIA
Imagen de Husein Abdel Rasul, verdadero artífice del hallazgo que revolucionó la Egiptología, captada por Harry Burton
Imagen de Husein Abdel Rasul, verdadero artífice del hallazgo que revolucionó la Egiptología, captada por Harry Burton

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La historia encumbró a un británico, el arqueólogo Howard Carter, que luego de excavar durante siete años el Valle de los Reyes acabó descubriendo, en 1922, la sepultura intacta de un faraón hasta el momento casi desconocido.

Pero, el sorprendente hallazgo de la tumba de Tutankamón, conocido como el “faraón niño”, por su ascensión al trono a los doce años y su prematura muerte a los veinte, no fue obra del célebre egiptólogo, cuya larga y hasta ese momento infructuosa expedición a punto estuvo de colmar la paciencia de Lord Carnarvon, su mecenas.

El milagro sucedió el 4 de noviembre, cuando el expedicionario se planteaba renunciar a la concesión para excavar una pedregosa hendidura atestada de enterramientos reales.

“Fue mi abuelo el que descubrió su tumba. Él, llevaba agua a los miembros de la expedición y, ese día, encontró de manera fortuita el primer escalón”, proclama Mohamed Abdel Rasul, que regenta una pequeña taberna situada a las puertas del mismo Ramesseum, el templo mortuorio de Ramsés II.

Husein Abdel Rasul, con apenas diez años, se convertiría en el artífice de un hallazgo que revolucionó el mundo de la Egiptología y reactivó la fascinación que, desde los viajeros griegos, genera la tierra de los faraones.

Carter, amigo de una familia con solera de Luxor, le contrató como el aguador oficial de la misión. Cada mañana, el pequeño Husein transportaba a lomos de un burro el preciado líquido, para que tanto arqueólogos como obreros se refrescaran tras horas de suplicio bajo un sol de justicia.

A menudo, el joven debía realizar dos trayectos el mismo día, a fin de aplacar la sed de toda la cuadrilla. El agua llegaba hasta el yacimiento en dos grandes tinajas atadas al esqueleto del animal. Y, aquel 4 de noviembre no fue distinto...

Su nieto cuenta que Husein llegó al lugar a primera hora de la mañana. Antes de liberar de su carga al jumento, escarbó con sus manos en la arena para acomodar el fondo ligeramente curvado de las vasijas de barro. Fue en aquel preciso instante cuando el primer escalón asomó en mitad de la geografía del Valle de los Reyes, en la orilla occidental del actual Luxor.

El feliz incidente no aparece, sin embargo, citado en el primer tomo de las memorias en las que Carter narra la tormentosa búsqueda de Tutankamón y su hallazgo agónico, cuando su equipo se preparaba “para abandonar el Valle y probar suerte en otro lugar”.

“Al llegar al trabajo aquella mañana percibí un silencio inusual. La excavación se había detenido y fui consciente de que algo extraordinario había sucedido. Me recibieron con la noticia de que un escalón cortado en la roca había sido descubierto bajo tierra”, escribió el británico.

“Me pareció demasiado bueno como para ser cierto, pero una limpieza superficial bastó para desvelar que estábamos en la entrada a una escalera tallada en la piedra, a unos 13 pies por debajo del acceso a la tumba de Ramsés VI y con una profundidad similar al nivel actual del Valle. El corte era el de unos escalones comunes en el Valle. Estaba casi seguro de que, al fin, habíamos encontrado nuestra tumba”, apuntó.

Durante aquella jornada y la siguiente, un contingente de obreros se afanó en retirar la tierra dejando a la vista los 16 peldaños que conducían a una puerta bloqueada, decorada con varios sellos, incluido el distintivo de la necrópolis: un chacal que despunta por encima de nueve cautivos atados.

Carter aprovechó que una pequeña parte del yeso se había caído, para introducir una antorcha eléctrica y arrastrarse por un pasadizo lleno de basura y piedras. Aquella era la tumba KV62.

“Me encontraba, después de años de labor improductiva, en el umbral de lo que podía ser un fantástico descubrimiento”, dijo entonces. “Cualquier cosa podía hallarse más allá del corredor y necesité de un gran autocontrol para evitar derribar la puerta y descubrirlo”.

Carter mandó cubrir el hallazgo y su custodia le fue encomendada a un destacamento de las fuerzas de seguridad. Dos días después, el arqueólogo cruzaba el Nilo para enviar desde la oficina de correos un telegrama a Lord Carnarvon, quien llegaría a la ciudad a finales de aquel mes.

Lo que vino luego hizo correr ríos de tinta y catapultó a Tutankamón, hijo de Akenatón, el primer monarca monoteísta de la Historia, al estrellato faraónico. En las entrañas de su diminuta sepultura, unos 110 metros cuadrados, habían permanecido intactos más de 5.000 objetos amontonados en la antecámara, la cámara funeraria, la cámara del tesoro y un anexo. “Cosas maravillosas”, como musitó el arqueólogo cuando el primer haz de luz iluminó la estancia.

Husein, el muchacho que abrió la ruta hacia su suntuoso ajuar, recibió pocas atenciones. “Tuvo una vida normal. Era propietario de algunas tierras, aunque continuó trabajando en misiones arqueológicas. Cualquier egiptólogo forastero que llegaba a Luxor venía a visitarle. Se ganó la vida como rais, el capataz de las excavaciones. Era bueno dirigiendo a los obreros”, cuenta su nieto, Ahmed, empeñado en rescatar del olvido la memoria de su ancestro.

El joven, ha dedicado los últimos meses a habilitar como museo una sala de su humilde café, casi fantasma, que como el resto de los alrededores extraña la imagen de las hordas de turistas que lo pisaban antaño. “Espero inaugurarlo pronto, aunque no hay turistas que nos visiten”, lamenta Ahmed.

La localización no acompaña a su intento de revindicar la memoria de su abuelo. La estancia, empapelada con la leyenda de Tutankamón, está ubicada a 30 kilómetros del Valle de los Reyes, en una ciudad decrépita a la que hace poco más de un lustro el Gobierno egipcio trasladó a los habitantes de El Qurna, un poblado hoy derruido que fue levantado sobre la necrópolis de la antigua Tebas.

En medio de tan desolador paraje, se conserva el fotograma que el clan ha atesorado para reclamar la paternidad del hallazgo. El retrato, en riguroso blanco y negro, muestra a Husein vestido con la típica galabiya y turbante egipcios. Sobre el pecho, luce un ostentoso collar con un escarabajo y un disco solar flanqueado por cobras que fue hallado en la cámara del tesoro del “faraón niño”.

La imagen fue tomada en 1925 por Harry Burton, arqueólogo y fotógrafo inglés que documentó con 1.400 instantáneas un hallazgo que tardó años en ser rescatado e inventariado. La piel morena de Husein aparece también en algún que otro fogonazo durante la ardua tarea de retirada de las alhajas que abrigaron la vida de ultratumba del rey.

“Es él. Nació en 1912 y murió en 1996. En la familia guardamos con muchísimo esmero esas fotografías”, admite Mohamed desde la misma tasca que solía frecuentar su abuelo.

“El señor Carter me permitió llevar el collar. Era un tipo estupendo”, declaró ya anciano en una entrevista a Associated Press. “Ni mi padre ni Carter me explicaron lo que se había hallado, pero yo entendí que era algo grande porque la policía rodeó la tumba inmediatamente”.

Aunque jamás prescribió su poder de seducción, la tumba de Tutankamón vuelve a estar en el candelero. Desde este otoño su interior es auscultado mediante radar con el propósito de comprobar la tesis del experto británico Nicholas Reeves, que defiende la existencia de dos espacios ocultos en las paredes oeste y norte de la tumba; entre ellos, la oquedad donde se ubicaría la cámara funeraria de la esquiva Nefertiti.

Han transcurrido dos décadas desde que Husein falleció, pero sus descendientes se han sumado a quienes, sin miedo a resultar temerarios, aventuran sorpresas tan excitantes como la que protagonizaron Carter y compañía. “Algunos dicen que todo esto es una campaña de propaganda, pero yo creo que hay algo. Estoy seguro de que mis abuelos, los faraones, tenían mucho más de lo que hoy conocemos”, apunta Mohamed.

Y, hay que tomar en cuenta la palabra de los Abdel Rasul. Su nombre ya estaba en los libros de Egiptología antes de la hazaña de Husein. Alrededor de 1871, un miembro del clan que recorría con sus cabras la colina de Deir el Bahari cayó por accidente en una cavidad que reunía los restos momificados y el ajuar funerario de más de medio centenar de reyes, reinas y otros representantes de la corte, entre ellos, Ramsés II, Seti I o Tutmosis III.

La familia comenzó a vender esa fortuna hasta que, una década después, la policía halló el pozo y dio caza a los responsables de aquel expolio. Desde entonces la estirpe de aquellos cazatesoros, unas 3.000 almas en la actualidad, con oficios tan dispares como guías turísticos, taxistas, agricultores o dueños de hoteles, batallan para sacudirse el sambenito.

“Dicen que somos unos ladrones. Si lo fuéramos y nos hubiésemos dedicado a vender joyas de los faraones, no quedarían monumentos en Luxor. Todos están locos por encontrar objetos del antiguo Egipto bajo el suelo de su casa”, suelta Ahmed, quien lleva años reclamando un puesto en el ministerio de Antigüedades.

Y, aprovecha, para lanzar su oferta: “Estamos a las puertas de un nuevo hallazgo en la tumba de Tutankamón. El Valle de los Reyes y Luxor, en general, están llenos de estas maravillas escondidas. Si el Gobierno quiere encontrarlas, que nos llame. Nos hemos dedicado a esto toda la vida y tenemos el olfato necesario para localizar y rescatar piezas. Si nos contratan, ¡todo será más fácil y rápido!”

Con información del diario "El Mundo"
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